Quitando la anécdota que los campeones de la Copa América Coca Cola del torneo de juveniles que se llevó a cabo en Paraguay fueron los chavos de mi Alma Mater (Colegio Benavente) y los premiaron con ser recogebalones en este partido, nunca podré olvidar los tres penales que falló Martín Palermo.
No lo olvidaré por lo que significa cobrar una pena máxima, por la sensación que te da tomar el balón, acomodarlo y sentir el peso de todo tu equipo en la espalda, porque es el tiro libre más fácil y directo de cobrar (y en el cual marcar).
Imagínense cómo se sentía el pueblo americano más fanático del futbol que hay en este lado del mundo (si no es que el más fanático de todo el mundo), donde todo es pasión y la selección es lo más sagrado para ellos, cuando su delantero, su nueve, el elegido, falló un penal. Los sentimientos encontrados de frustración, impotencia, intolerancia, sumados a la rabia, el odio de camisetas (seguro que los aficionados de River lo querían crucificar) dejaban tocado el ánimo de todo un país y las esperanzas de sentirse superiores a los colombianos en un campo de futbol (y para los argentinos, eso es TODO).
Imagínense el párrafo anterior tres veces repetido en la mente, el corazón y la ilusión de los chés. No sé ustedes pero yo me imagino que cuando Argentina regresó derrotada al aeropuerto de Buenos Aires, la gente quería hacerle llegar un mensaje: UN PENAL NO SE FALLA.
Existen maneras de fallar un penal: lucirse a lo Panenka y que el portero adivine (recuerdo a la Brujita Verón hacerlo con la Lazio), reventar un poste, que el portero adivine y te lo pare, o volarlo…. Y lo que hizo Palermo fue darles una lección a esos chavos de como fallar penales, pero también de echarse un país en contra.
Martín regresó a la albiceleste, pero ya sin ese impacto, ya sin destacar como hizo en Boca… esos tres penales marcaron su historia de selección.