Hablar de la fastuosidad sobre la que sería arropada una copa del mundo en territorio árabe es hablar de un puntual subjetivo, utópico –y hasta irónico-, todo menos deportivo; es hablar de una riqueza exacerbada y desequilibrada, es hablar de un arriesgue grosero a la afición pero, por encima de todo, de un objeto maquiavélico.
En las últimas horas, la revista France Football ha destapado un ‘sorpresivo’ indicio sobre la compra de la sede mundialista de futbol para el año 2022, y reparo en lo ‘sorpresivo’ porque ha sido todo menos eso; aún sin la comprobación absoluta y fehaciente –por eso sigue siendo un rumor bajo investigación- el designio de una sede como Qatar para albergar la mayor justa del deporte más globalizado del mundo rebasó la capacidad de asombro y –por qué no decirlo- de ilusión entre el medio futbolístico.
El principal personaje señalado en todo este execrable teatro –aunado a los Angel María Villar (Presidente de la Federación Española de Futbol) y Sandro Rosell (Presidente del Fútbol Club Barcelona) es Michel Platini, un tipo que se ha encargado de manejar los hilos de la élite futbolística con formas poco menos que ortodoxas pero, cabe señalar, que las ha realizado bajo la anuencia de la máxima instancia organizacional del futbol –FIFA- y su lúgubre directriz (Joseph Blatter).
Más allá de todo lo que pudiera salir a la luz –y vaya que puede ser mucho y más- el principal problema de todo este asunto se resume en la lastimada veracidad de los designios de FIFA en cualquiera de sus materias; la credibilidad –poca o mucha que hoy queda- es, a final de cuentas, la última esperanza que le queda a una disciplina como lo es el fútbol, un arte –o lo que muchos de nosotros vemos como tal- que se apuñala por la influencia que tienen sobre él los tipos de largo y cuello blanco, los mismos que piensan de manera nula en el futbolista y en el aficionado, personajes principales que –a final de cuentas- son los que dan vida y razón de existir a la redonda.
En el plano personal, siempre se ha dudado de la autenticidad en el otorgamiento de designios, títulos y próceres por parte de la FIFA; sin el menor temor a equivocarme, me parece lamentable que el mercado –y no la afición- dictamine los caminos, formas y usos bajo los que debe encaminar un deporte que posee la belleza en la humildad de los potreros, de las calles y las porterías creadas con piedras y líneas imaginarias.
La falsedad que azota a este deporte, nuestro deporte, se maximiza de manera gradual con el avance de los tiempos; los títulos nobiliarios que se entregan de manera anual (FIFA World Player, Balón de Oro) y asignación de sedes (como Qatar) son vertientes que encuentran sustento en la ganancia unilateral, en el superávit ventajoso y en la nula consideración del principal creador y sostén del futbol: el aficionado.
Llegará el momento en que los estadios se colmen –como ya se viene dando- de tipos que solo sepan de monedas, billetes y números negros; el fútbol va perdiendo, con el paso del tiempo, la facultad –poca o mucha- de goce y aplausos que le caracterizaba hace algunos años.
Decía el Maestro César Luis Menotti –en una entrevista con El País en Junio del 2011 (http://deportes.elpais.com/deportes/2011/07/11/actualidad/1310368914_850215.html) que el fútbol ‘se lo han robado a la gente’ y es una verdad como templo.
Sería buen indicio –e inicio- el comenzar a catar –y no acatar- las decisiones que emanan de las directrices que empañan nuestro deporte, nuestro futbol.
Un buen inicio sería este, ‘catando’ a Qatar.